tener un perro

Vivo en una ciudad de pocas plazas, pocas calles con árboles y escaso silencio. Una ciudad ruidosa, de aire espeso y ahumado, en la que pocos tienen tiempo y el tiempo sólo se mide por el reloj. Alguna vez esta fue una ciudad bella; en el tiempo en el que aún la amábamos. Ahora de todo eso queda poco, o casi nada; cada día hay menos parques y jardines, y más estacionamientos; menos casas viejas con viejos patios secretos, y más torres de vidrio y cemento; menos árboles, y más carteles y anuncios; más calles y semáforos; y menos veredas grandes, con bancos en las esquinas para los viejos y los paseantes. Pero yo tengo un perro. Y es por eso, tal vez, que cada tarde camino la ciudad a su paso, sin tiempo. Dejo atrás la prisa y me adentro en el espacio de los perros. Voy por las calles como un perro; miro el mundo con ojos de perro; llego hasta una plaza con perros; me acerco a otros que, como yo, vienen con sus perros; y hablamos de perros. Y el tiempo pasa, o no pasa -es igual- y la ciudad moderna y gris, la ruidosa ciudad de humo, se queda por un momento callada. Porque sólo un perro hace que una vereda sea algo más que un lugar de paso, y una esquina algo mejor que sólo el encuentro de dos calles. Y que esa plaza se vuelva, cada tarde, un inmenso jardín.

15.4.07

Hijos y perros

Respondiendo a la pregunta destnada a nuestro próximo foro ¿qué piensan de quienes transforman a sus mascotas en hijos? ¿En dónde está el límite entre unos y otros?, Antonella Ríos, una de nuestras aperradas, respondió con un largo comentario que me pareció merecía un post propio. Además porque nos da una tremenda noticia, de esas que siempre es bueno compartirlas con todos....

Sí, absolutamente nuestros perros son sin duda nuestros hijos, los malcriamos, los educamos -al menos eso intento yo con Lupo- los alimentamos y pucha que los extrañamos en el transcurso de nuestro día, o por si alguna razón viajamos y no podemos llevarlos. El tema es que a veces no puedo, literalmente NO PUEDO, dejarlo solo y es por eso que, cuando planifico un día de full actividad sin él, tengo dos opciones: llamo a Jacqueline (una “doggie-sitter” o institutriz de Lupo que lo atiende y regalonea cuando yo no estoy) o simplemente lo llevo a casa de mis papás, para que lo cuiden. Jajajja... en la medida que escribo, voy encontrando ciertos rasgos enfermizos en mi relato; ES UN PERRO, me dicen todos (menos mis padres y la Jaqui, pues Lupo ha conquistado el corazón de casi todos). Es muy curioso pero tener a Lupo tiene que ver con la ferviente necesidad de ser madre, sentirme protectora, educar, contener... Pero los tiempos no estaban para eso, no había posibilidades, pues la máquina no paraba y menos para tener un hijo -humano, claro-. Mi trabajo es vertiginoso, y el que pestañea pierde, y por ser un país, sistema, mundo, donde las embarazadas son un CACHO, postergué esa opción el mismo día que tras un aparador vi a mi japonecito de ojitos de almendra. Me enamoré de él y esa ansia de la maternidad se diluyó... Hasta que ¡SORPRESA!, estoy embarazada, y ahora voy a tener a mi segundo hijo, y mi Lupino va a tener un hermanito... Sé que no es lo mismo; el amor que uno le tiene a su perrito es infinito y la dependencia mutua es intensa, pero de diferente manera que como con los hijos... aunque eso lo confirmaré cuando nazca BRUNO, mi segundo hijo...

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